una trampa autodestructiva
sin conciencia ni escrúpulos
que es indiferente a su propia extinción.
Nos vemos morir
y no solo no decimos nada
sino que no nos sentimos mal.
Importan poco si no son mi sangre, mi gente.
No hay luna llena que despierte
del letargo el alma del ser humano.
Con los ojos colgando de hilos
como globos, escapando al cielo
para acabar estallando
por la presión de mirar
pero no ver lo que quema
y pasa como brisa fresca.
Plegarias sin afectos, sin efecto.
Ya ni los muertos asustan
si naufragan en otro puerto.
Oídos sordos al llanto, al sufrimiento.
Futuras ánimas desentendidas que no piensan
que la espada se balancea
y hoy está allí
pero mañana estará
jugando con los hijos que,
si sobreviven,
crecerán ciegos, sin ver más allá,
perdiendo los ojos que sin memoria
volverán a aniquilar a sus hermanos.